Pero aún queda otro detalle que, en su minuciosidad, el Reglamento no olvida: la vara en cuyo extremo se monta la puya, debe estar alabeada (torcida) y la puya montada de forma que una de las caras de su pirámide quede en el sentido de la parte convexa. ¿Para qué esto? Pues para que la puya, antes de que pueda cortar superficialmente sobre la piel del animal cuando se produce el encuentro con la misma, se introduzca con rapidez dentro del músculo, ya que el aludido alabeo obliga tanto a que la puya mantenga una trayectoria menos aguda (como si el picador estuviera situado a mayor altura) como a que ninguna de sus tres aristas pueda tajar hacia la penca. Repetimos que el Reglamento muestra una minuciosidad envidiable para cualquier sádico.
Y esto no lo es todo. ¿Cómo explicar que una puya, con una longitud total hasta el tope de 8,4 centímetros, y una anchura máxima de 3 centímetros, pueda causar heridas de entre 20 y 40 centímetros de profundidad, y de unos 9 de anchura?. La propia blandura de un músculo como el morrillo, que cede hundiéndose bajo el peso del picador sobre el breve tope de la puya (el llamado efecto "acordeón") o el acertar un segundo puyazo sobre el agujero ya provocado por el anterior, es a veces suficiente. Pero en caso necesario, interviene la pericia del picador, que si recibe la pertinente orden del matador, inicia un movimiento de vaivén con la vara, al tiempo que empuja lateralmente para agrandar la herida. Cuando consigue que uno de los extremos de la cruceta que hace de tope (y que sólo sobresale 5 centímetros por cada lado) se cuele por el boquete, lo aprovecha como punto de apoyo y ya puede profundizar lo que quiera, manejando el tope como un sacacorchos("barrenar" en su jerigonza). Claro que tiene que cuidar que cuando el toro se separa, no se engarfie la cruceta en la carne y le arranque la vara de las manos, lo cual ocurre de vez en cuando. El que en ocasiones un toro resulte muerto por los puyazos, o más frecuentemente quede cojo o semiparalizado por haberle machacado la escápula o una vértebra, no deja de ser un "accidente", acaso intencionado, pero que desdice poco de un refinado instrumento que cumple perfectamente su cometido: desangrar parcialmente al toro, reducir considerablemente su fuerza, obligarle a humillar la cabeza y permitir al matador simular su valentía.
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